domingo, 14 de abril de 2013

No hay Princesa sin Dragón.


Ella se quedó ahí, inmóvil, indefensa.
El hechizo nunca fue roto. El Príncipe nunca llegó.
El rosal que cubría las puertas y ventanas del castillo menguaron las ganas del Príncipe de ser el héroe de la historia. Eran muchas rosas, eran muchas espinas, y el Príncipe se desanimó. Pensó que algo tan complicado de alcanzar seguramente no valdría la pena.
-“Los convencionalismos son aburridos”- aseguró- “¿Y qué con el Dragón? ¿Para qué arriesgar mi vida por alguien de quién he escuchado mucho, pero que no conozco? ¿Y si todo lo que se dice de ella es mentira? Si realmente fuera tan bella como dicen hace ya muchos años que alguien la hubiese venido a rescatar. Ella, esa Princesa de la que tanto se habla no existe. Allá arriba no hay nadie”- El Príncipe se dio la vuelta, envainó su espada, montó su caballo y se fue.
Y fue así como el corazón de la Princesa murió. Aunque “dormida”, ella estaba consciente que nadie vendría a rescatarla, los Príncipes ya no existen, las Princesas son patéticas. Murió su alma, se paralizó su corazón, se enfriaron sus manos, se secaron sus ojos, se calló su voz.
Y se levantó.
Se aseguro que no era necesario un Príncipe para poder ser feliz. Podía serlo por ella misma. Tenía planes, tenía sueños, pero todos ellos se desvanecieron. Solo le quedaban las ganas de demostrarle al mundo que ya no era la misma tonta que esperaba, que perdía su tiempo sin razón.
Destrozó su vestido. Rasgó las cortinas de seda que rodeaban su cama, rompió sus zapatillas.
Cuando por fin, decidida, abrió la puerta de su torre, con un grito, horrorizada, se dio cuenta de la terrible bestia que la aguardaba. Un Dragón enorme, de ojos rojos y profundos. Parecía tener en su hocico una larga hilera de vidrios, millones y millones de agujas en largas filas, hambrientas de rasgar, lastimar, sangrar cualquier cosa que se atravesará por delante.
Su mirada reflejaba cólera. Sus fauces arrojaban fuego, pero extrañamente era fuego seductor, y daba miedo. Su fuego prometía el calor que en crudos inviernos como ese, el sol no podía brindar.
Y la Princesa, impotente, se encerró de nuevo. No quería ser devorada, ni ser alcanzada por aquel fuego,  temía que gustara tanto de ese fuego que permanecería el tiempo suficiente para que su caparazón fuera derretido, caparazón que era su única defensa.
Y pasó días, noches y meses escondida. Intento varias veces escapar pero siempre fracaso.  Esperaba que el Dragón durmiera para salir sigilosamente, pero el Dragón era capaz de percibir su aroma a varios metros de distancia o cualquier movimiento que se hiciera fuera de la torres de la Princesa, quién corría de vuelta a la torre para volverse a encerrar.
En otra ocasión, desesperada saltó por el balcón con la misión impostergable de morir. El dragón no tardo en percatarse de esto y voló desesperadamente a ella, y la atrapó en la caída. Él la regreso de vuelta a la torre, derritió las piedras de la ventana y la selló. La Princesa, segura de que jamás podría salir de ese infierno y que nunca se libraría de tal Demonio, volvió a dormir para morir.
Se preguntarán: ¿Qué de interesante tiene esta historia?
La Princesa, no se daba cuenta de la realidad. El Dragón en realidad la protegía. Ese era su trabajo. Cuidarla y entregarla solo a aquel hombre que demostrara ser digno de su amor, pero ¿Cómo estaría seguro el Dragón de quién sería el hombre digno del amor de la Princesa? Pues, esa era la parte más difícil del trabajo del Dragón: su propio sacrificio. Solo aquel Príncipe que tuviera la valentía, la fuerza y el coraje necesario para darle muerte al Dragón era el indicado para adueñarse del amor de la Princesa. O al menos, eso era lo que le habían dicho.
Pero, al igual que a ella, le dolía ver llegar decenas de Príncipes al castillo, y retirarse apenas veían la complejidad del reto. –“Ellos no saben lo que están dejando ir”- se repetía.
El Dragón, se enamoró de la Princesa. Cada que salía de su torre se alegraba y con la mirada le invitaba a volar muy alto, hasta la Luna si ella así lo pidiese, quería menguar su tristeza, ayudarle a sanar sus heridas. Pero sus gruñidos a ella le asustaban, no se daba la oportunidad de descifrar lo que sus ojos le decían.
¿Y qué si la Princesa se enamora del Dragón?
Un día, el Dragón no soporto más. Era tan fuerte el dolor que cargaba en su pecho por no poder expresarle a la Princesa sus pensamientos, que se ahogaba. La Princesa, por su parte, se dio cuenta que lo único que le daba sentido a su vida era el Dragón. Su única emoción, su única descarga de adrenalina era correr delante de él.
Y volvió a salir. Y lo observo. Se acercó a él y lo acaricio. Lo miró a los ojos y por fin pudo descubrir lo que el Dragón intentaba decirle.
Hubo una vez un Demonio, que no era Demonio, pero lo parecía. Ese Demonio contó la historia de un Dragón y de una Princesa. La Princesa se enamoro del Dragón. Qué hermosa historia, ¿No creen? Ahora, ellos construyen un reino para ellos solos. Su cuento apenas comienza a ser escrito. Pero no habrá tinta ni papel suficiente para que sea escrito completamente. Tan solo hay un modo de conocer la historia: VIVIRLA.

domingo, 20 de enero de 2013


Yo no dudo de la existencia de los Príncipes, yo conozco uno. 
No, no como los cuentos de hadas. 
Un Príncipe real, de carne y hueso.
Príncipe de asfalto y no de nubes, de verdades y no de fantasías, de acciones y no de actos
Un Príncipe que toca el suelo con sus propios pies y no encima de un caballo.
Un Príncipe que edifica castillos y reinos con palabras, que gana guerras y no precisamente en un campo de batallas.
Un Príncipe que no heredó su riqueza, sino que se la ha ganado.
Y se también, de una "Princesa"... 
Pero eso, es ya otro cuento...
Extrañarte, y sentirte.
Mirarte, sin verte.
Percibir tu aroma, sin olerte.
Encontrarte, sin buscarte.
Sonreír, al recordarte.

Dedicarte, y escucharte.
Abrazarte, y desprenderme.
Besarte, y elevarme.
Describirte sin palabras, 
pues sin palabras, me dejaste.
Porque te llamo sin que vengas, y sin que vengas, estás conmigo.
Porque la Luna te lo dice, porque la Luna nos tiene unidos.
Emociones sin explicaciones...
Si, así me tienes...